Lo recuerdo bebiendo cerveza a destajo en un antro ilegal del Raval de Barcelona. Fidel iba vestido, com en sus años de gloria cubana, de un verde militar preparado para entrar de nuevo en la Habana y derrocar una vez más el gobierno de Batista. De todos modos, la sobriedad y brillantez de sus años mozos habían dejado paso a la imagen esperpéntica de un anciano sin dientes que iba recitando poemas sin ritmo a su amada revolución mientras bebía litros de cerveza y lanzaba las botellas contra una imagen del Che medio tapada por unos pósters de un grupo de hardcore que anunciaban un concierto en uno de los locales más conocidos de la zona.
Fidel no llegaba al estado sarcástico y decadente de caricatura de uno mismo, sinó que emanaba sin ningún complejo otra identidad completamente distinta a la del luchador utópico que subió a los montes para construir la revolución perfecta. Allí, en la barra de aquel antro, Fidel era uno menos de nosotros, el fracasado que esperaba los problemas completamente ebrio para no tener que tomar decisiones y quedarse a medio camino de aquella silla donde una cuerda le invitaba a un final infeliz, pero al fin y al cabo, un final romántico para todo revolucionario.