Cuando Sobrino escribe en sus cartas nostálgicas al recuerdo de Ellacuría acerca de esta civilización de la pobreza que el teólogo mártir pregonizaba durante sus años salvadoreños, uno tiene cierta envidía de alguién que sea capaz de vivir aquello que escriben entre el deseo y la utopía, com si para pedir no quedara, com si el Evangelio no fuera lo que es: un documento muy leído pero poco pensado.
Por otro lado, y seguindo con las frases acerca de la falta de profundiad evangélica de la población, decían de Juan Pablo II que era como el Evangelio, muy aplaudido pero poco escuchado. Uno, con los años, tiene pánico real de convertirse en uno de estos católicos occidentales que van vendiendo el Evangelio allí donde van como su pauta moral, como su guía particular para ser una persona decente, mientras en el secreto de su conciencia sabe que sería el joven rico que abrazaría el bienestar, la riqueza, la vida fácil, para eludir a la llamada exigente de un Dios que ahoga aprentando con mucha sutileza.
La noche cae sin dar tregua a la luz agonizante del día y las palabras de Ellacuría penetran en mi alma como interrogantes acerca de mi persona, de mi vida diaria, de los aplausos que brindé a Juan Pablo II en Madrid sin saber muy bien que quería decir aquello de no tengáis miedo. Ser cristiano es tan grande que uno siempre piensa que no es decente.
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